Más del 50% de los adolescentes argentinos no comprende lo
que lee. Triste y vergonzosa realidad. El dato surge de los
exámenes más prestigiosas del mundo, que se realizan cada
tres años para evaluar la calidad educativa de un país
(PISA, Programa Internacional de Evaluación de Alumnos,
OCDE). De 75 países evaluados, la Argentina se ubica, tras
la prueba 2009, en la posición 58, que focalizó
especialmente la comprensión lectora (en fútbol, el Mundial
nos ubicó en quinto lugar; en educación, más precisamente en
lectura, 58).
La conclusión es que los alumnos argentinos referidos (de 15
años) presentan "un alto riesgo de no poder afrontar con
éxito sus retos formativos, laborales y ciudadanos
posteriores a la educación obligatoria" (página 63 del
informe PISA 2009), y, lo que es más grave, el 11% de este
grupo ha sido calificado en el nivel más bajo de toda la
prueba, "1b", que es "aquel en el que se encuentran los
alumnos cuyo rendimiento es tan bajo que PISA no es capaz de
describir".
Si complementamos esta información con datos del Laboratorio
Latinoamericano para la Evaluación de la Calidad Educativa,
Unesco, surge otra evidencia impactante para la Argentina:
el descenso operado desde 1997.
Nuestro país, que supo ser líder en la región, ha pasado a
tener peores resultados que Cuba, Chile, México, Brasil,
Uruguay y Colombia. Y si a esto le sumamos los cientos de
miles de alumnos que abandonan, la repitencia, la toma de
escuelas, advertimos que, pese a todos los esfuerzos que se
han hecho (ej. más inversión, nuevas leyes, mejoras
salariales) algo anda muy mal y que estamos frente a un
problema mayúsculo: la calidad de la educación argentina no
es buena. Y éste no es un problema de un gobierno, sino de
nuestra sociedad civil. Que lo reconozcamos e identifiquemos
como el principal desafío que debemos enfrentar juntos todos
los argentinos es el objetivo de estas líneas.
Cuando caemos en la cuenta de que padecemos una enfermedad
grave, toda nuestra energía se vuelca contra ella para
vencerla, sea a través de cirugía o del tratamiento que
fuere. Pues entendámoslo: la Argentina está enferma de mala
educación. Que más del 50% de los adolescentes argentinos no
sepa leer es equivalente a una enfermedad de las que pone en
riesgo el futuro; en este caso, del país. Mala calidad
educativa es sinónimo de ignorancia, y la ignorancia es el
principal enemigo de la libertad y de la inclusión social.
Carecer de conocimientos es el mejor caldo de cultivo para
que crezca la pobreza, la desnutrición y la inseguridad, y
hasta es el camino para perder la democracia. ¿Hay algo
entonces más urgente para los argentinos que atacar el
problema de la falta de buena educación? Debemos aceptarlo.
Vale para despabilarnos, que nos repitamos la famosa frase
de la época de Clinton, adaptada a esta situación: "¡Es la
educación, estúpidos!"
Una cosa es lo que técnicamente debe hacerse como política
educativa y otra es la que cada uno de nosotros puede y debe
hacer. En lo que respecta a lo público, investigaciones
internacionales muy serias, como el Informe Mc Kinsey 2010 (http:educar-2050.blogspot.com/),
indican cuáles son las medidas por adoptar. Se comparan allí
sistemas educativos de todo el mundo confirmando que hoy los
países pueden conseguir mejoras sensibles en educación en
cinco o seis años. Nuestra ley nacional de educación
contempla esas medidas. No es necesario "reinventar la
rueda". Todos sabemos que mejor calidad educativa es
esencialmente sinónimo de mejor enseñanza de los maestros.
Hay muchas medidas por adoptar para ayudarlos, reforzar su
formación, estimularlos y proveerlos de mejores condiciones.
La discusión ya no pasa por el "qué hacer" sino por el
"cómo" y es allí donde debe jugar un rol esencial aquello
que cada uno de nosotros puede hacer.
En primer lugar, lo que debemos hacer como ciudadanos y
padres responsables es exigir mejor aprendizaje para todos.
Tenemos el deber de reclamarlo. Es llamativo que en nuestro
país se reclame por infinidad de temas, pero el reclamo por
la madre de todos nuestros inconvenientes, la falta de buena
educación, no exista. Permanecemos callados porque creemos
que nuestros hijos acceden a buenos maestros. ¿Pero sólo
hasta nuestros hijos nos ocupamos?
Esto es lo que estamos obligados a cambiar: debemos
ocuparnos de todos los alumnos del país. Tenemos una
oportunidad próxima: la calidad educativa debería
convertirse en tema central de debate electoral de octubre.
Para eso, la ciudadanía lo debe demandar y premiar con su
voto a quien mejores condiciones ofrezca en el ataque
frontal a este mal que nos aqueja. Pasada la elección,
debemos seguir ocupándonos y exigiendo la mejor educación
para todos. Esta sería una respuesta madura y democrática al
principal problema argentino: la mala educación de sus
futuros ciudadanos. Recordémoslo, exijámoslo. De nosotros
depende.
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